Resulta gozoso estos días poder deambular entre libros y encontrarse con tebeos. Nos ocurre en ciertos establecimientos distribuidores en los que nos hemos acostumbrado a adquirir la cultura (y que han terminado por suplantar al quiosco y al librero, a la postre) y nos ocurre en las ferias del libro. Entre el público siempre hay algún señor mayor o señora bien arreglada que esboza una sonrisa antes un dibujo que le resulta familiar y le retrotrae a su infancia. Es un señor que reconoce al Dr. Cataplasma o a Esther en una cubierta de un libro que (¡oh, cielos!) entre sus tapas contiene historietas. Este ejercicio de reconocimiento y enganche por tebeos que recuperan antiguas historietas está teniendo lugar con varias generaciones de lectores, desde los de avanzada edad que fueron incapaces de olvidar la sonrisa del Capitán Trueno hasta los que están en su primera edad adulta y vuelven a estremecerse con las primeras aventuras de los X-Men.
Todos vuelven. Vuelven si los recuperados son héroes bien construidos y se relacionan con la infancia. Esto ocurre con Cristina y sus amigas, obra de Turnes y Cuyàs, más recordada por el segundo debido a que pocos recordarán a Turnes o las otras firmas a las que se adjudicaron los guiones de estas historietas. Cristina, junto con Caty y Esther, fueron las series que más nos atrajeron a algunos cuando recuperábamos las series previamente ofrecidas en Mundo juvenil, Lily y otras revistas a través de de la colección de monográficos Joyas Literarias Juveniles Serie Azul / Joyas Literarias Femeninas. Entonces resultaban extraordinarias aquellas historias dibujadas. Representaban un nuevo mundo, un atisbo de luz en una España todavía gris en la que la mujer nunca había sigo protagonista de nada. Para el caso de Landers School, pues con este título nació, nos interesaba el exotismo de un internado de señoritas –dentro de los límites que marcaba el decoro, como bien nos recuerda Antoni Guiral en el prólogo de este libro- y la cualidad resolutiva de algunas de las muchachas protagonistas, o su inteligencia. Aparte, era una historieta de suspense, al contrario de las de personajes como Esther, Gina o Candy, mucho más atractivas para las chicas dado que trataba de asuntos propios de las adolescentes; pero a los chicos nos atraían las muchachas arrojadas como Caty, las que escuchaban “Los extraordinarios relatos del tío Arthur” o las integrantes de este grupito de estudiantes ingeniosas, aventuradas y, sobre todo, radiantes.
Eso es lo que eran Cristina y sus amigas: resplandecientes. ¡Qué alegría nos transmitían desde aquel pensionado localizado en tierras suizas! Si por algo se caracterizaba la historieta que aún hoy reservamos en un rinconcito de la memoria es por la transmisión de valores concretos o de estados de ánimo fuertemente definidos. La profunda tristeza o un temor, la carcajada incontenible en ocasiones, y en este caso, el de Landers School, la sensación placentera de una sonrisa franca, cristalina y juvenil. De la obra de Turnes y Cuyàs se podrán decir muchas cosas hoy que contrariarían a los nostálgicos: la falta de elementos en la composición de algunas viñetas, el fosco acabado de las vestimentas en general, el extraño encaje de rostros –muy pendientes de ciertas efigies de actores- con los cuerpos a los que pertenecen, el relato que a veces se abrupta… Pero hay dos elementos que sigue funcionando por encima de todos los demás: la sensación de felicidad que transmiten los rostros alegres de estas chicas y la inquietud a que nos obligan las intrigas que viven. Esto es así porque sus autores los construyeron bien y nosotros los hicimos nuestros rápidamente. Son lo que se llama “personajes redondos”, acabados, completos; y ese es el gran secreto de esta serie y sus creadores: la construcción eficiente de las cinco protagonistas.
Cristina y sus amigas era ya una recuperación necesaria, como tantas otras de nuestra historieta, que nos retrotrae a un tiempo en el que las muchachas sentían los mismos deseos de volar libres que hoy, donde el compañerismo y la honestidad eran valores que funcionaban igual que ahora, pues ésos mismos siguen conduciendo muchos relatos dirigidos a los muchachos actualmente. También es una recuperación difícil, que a veces nos traiciona a los que amamos estos tebeos de niños. La nostalgia construye un recuerdo deformado, amable y agradable, preservado del paso del tiempo en la memoria si bien nada se libra de envejecer. Pero, ojo, también ha envejecido Quevedo y seguimos recuperándolo, como a tantos otros clásicos de la literatura.
Puestos a envejecer, hay quienes pensamos que tanta limpieza en la edición de este tipo de tebeos resulta excesiva. Es obvio que estamos ante una buena edición de una serie que exigía rescate, y lo agradecemos, pero también se hubiera podido mejorar el diseño, y quizá lo de editar en papel ahuesado, cremoso, un papel que nos recuerde el aroma de aquellos tebeos de antaño, ayudaría a recordar Landers School como el lugar de misterio y sorpresa que era.
A la postre, si uno es ese señor o señora que ha tomado este libro del estante o de la parada en la feria y se fija en la sonrisa de Patricia o en la mirada pícara de Judith… pues le dará igual el nuevo aspecto del color y sus brillos, o la limpieza que muestra este tebeo. Quedará atrapado por el candor y los recuerdos. Y le será inútil resistirse.
Es cierto. Somos reos de nuestra infancia.
Manuel Barrero. Director de Tebeosfera.
Todos vuelven. Vuelven si los recuperados son héroes bien construidos y se relacionan con la infancia. Esto ocurre con Cristina y sus amigas, obra de Turnes y Cuyàs, más recordada por el segundo debido a que pocos recordarán a Turnes o las otras firmas a las que se adjudicaron los guiones de estas historietas. Cristina, junto con Caty y Esther, fueron las series que más nos atrajeron a algunos cuando recuperábamos las series previamente ofrecidas en Mundo juvenil, Lily y otras revistas a través de de la colección de monográficos Joyas Literarias Juveniles Serie Azul / Joyas Literarias Femeninas. Entonces resultaban extraordinarias aquellas historias dibujadas. Representaban un nuevo mundo, un atisbo de luz en una España todavía gris en la que la mujer nunca había sigo protagonista de nada. Para el caso de Landers School, pues con este título nació, nos interesaba el exotismo de un internado de señoritas –dentro de los límites que marcaba el decoro, como bien nos recuerda Antoni Guiral en el prólogo de este libro- y la cualidad resolutiva de algunas de las muchachas protagonistas, o su inteligencia. Aparte, era una historieta de suspense, al contrario de las de personajes como Esther, Gina o Candy, mucho más atractivas para las chicas dado que trataba de asuntos propios de las adolescentes; pero a los chicos nos atraían las muchachas arrojadas como Caty, las que escuchaban “Los extraordinarios relatos del tío Arthur” o las integrantes de este grupito de estudiantes ingeniosas, aventuradas y, sobre todo, radiantes.
Eso es lo que eran Cristina y sus amigas: resplandecientes. ¡Qué alegría nos transmitían desde aquel pensionado localizado en tierras suizas! Si por algo se caracterizaba la historieta que aún hoy reservamos en un rinconcito de la memoria es por la transmisión de valores concretos o de estados de ánimo fuertemente definidos. La profunda tristeza o un temor, la carcajada incontenible en ocasiones, y en este caso, el de Landers School, la sensación placentera de una sonrisa franca, cristalina y juvenil. De la obra de Turnes y Cuyàs se podrán decir muchas cosas hoy que contrariarían a los nostálgicos: la falta de elementos en la composición de algunas viñetas, el fosco acabado de las vestimentas en general, el extraño encaje de rostros –muy pendientes de ciertas efigies de actores- con los cuerpos a los que pertenecen, el relato que a veces se abrupta… Pero hay dos elementos que sigue funcionando por encima de todos los demás: la sensación de felicidad que transmiten los rostros alegres de estas chicas y la inquietud a que nos obligan las intrigas que viven. Esto es así porque sus autores los construyeron bien y nosotros los hicimos nuestros rápidamente. Son lo que se llama “personajes redondos”, acabados, completos; y ese es el gran secreto de esta serie y sus creadores: la construcción eficiente de las cinco protagonistas.
Cristina y sus amigas era ya una recuperación necesaria, como tantas otras de nuestra historieta, que nos retrotrae a un tiempo en el que las muchachas sentían los mismos deseos de volar libres que hoy, donde el compañerismo y la honestidad eran valores que funcionaban igual que ahora, pues ésos mismos siguen conduciendo muchos relatos dirigidos a los muchachos actualmente. También es una recuperación difícil, que a veces nos traiciona a los que amamos estos tebeos de niños. La nostalgia construye un recuerdo deformado, amable y agradable, preservado del paso del tiempo en la memoria si bien nada se libra de envejecer. Pero, ojo, también ha envejecido Quevedo y seguimos recuperándolo, como a tantos otros clásicos de la literatura.
Puestos a envejecer, hay quienes pensamos que tanta limpieza en la edición de este tipo de tebeos resulta excesiva. Es obvio que estamos ante una buena edición de una serie que exigía rescate, y lo agradecemos, pero también se hubiera podido mejorar el diseño, y quizá lo de editar en papel ahuesado, cremoso, un papel que nos recuerde el aroma de aquellos tebeos de antaño, ayudaría a recordar Landers School como el lugar de misterio y sorpresa que era.
A la postre, si uno es ese señor o señora que ha tomado este libro del estante o de la parada en la feria y se fija en la sonrisa de Patricia o en la mirada pícara de Judith… pues le dará igual el nuevo aspecto del color y sus brillos, o la limpieza que muestra este tebeo. Quedará atrapado por el candor y los recuerdos. Y le será inútil resistirse.
Es cierto. Somos reos de nuestra infancia.
Manuel Barrero. Director de Tebeosfera.