Muchas gracias a todos los que habéis participado en el concurso 100 años de Bruguera, la calidad de los textos ha sido excelente y nos ha hecho difícil la elección de los tres mejores textos. ¡Felicidades a todos ellos!
Estos son los ganadores:
-Jordi Martín Cubel, de Vilanova i la Geltrú (Barcelona)
En uno de mis armarios, debajo de la ropa de invierno, de bolsas de deporte y junto a una guitarra tengo 8 cajas de cartón.
Dentro de esas cajas, demasiado olvidados me digo a menudo, tengo el segundo mejor tesoro que guardo de mi infancia. Solo los que tienen mi edad son capaces de comprender el valor de tanto papel.
En el momento que me acerqué por primera vez a los Tebeos de Bruguera, a mí alrededor sucedían cosas que escapaban a mí entender.
Tendía a relacionar lo que veía con lo que leía, así que un guardia civil con tricornio entrando en el parlamento me recordaba al Súper de Mortadelo y Filemón en una de sus bravatas, a aquel presentador del telediario me recordaba al abuelo cebolleta, o que en aquel documental salía Facundo dando la vuelta al mundo.
Así fui creciendo, pasando cerca del kiosco y esperando que cayese aquel DDT, o aquel Mortadelo Especial, o aquel Tiovivo, o llevarme el gato al agua, o conseguir PetroMortadelos para más diversión, y más evasión.
No sé hasta que punto todos los personajes de los Tebeos influyeron en mi carácter, pero les debo a ellos parte de lo que soy: mi parte de gamberro, a la Pandilla y Zipi Zape, mi parte de curioso a Sir Tim O´Theo, mi parte de juerguista a Rigoberto Picaporte, mi parte de gafe a Anacleto, mi parte más sensible a la abuelita Paz, mi parte de aventurero a Luc Orient, mi parte de guerrero al Jabato, mi parte más heroica a Superlópez...
Sí, en 8 cajas de cartón guardo mi infancia, es la mejor herencia que puedo dejar, pues envejecen conmigo, envejezco con ellos, en este eterno diálogo para besugos que es vivir.
-Manuel A. Barea Collado, de Andújar (Jaén)
Cuando llega uno a cierta edad (los cuarenta y dos para ser más exactos) comienza a plantearse muchas cosas en la vida: sobre todo si el tiempo se ha invertido en algo útil o no. De las cosas más gratificantes que yo recuerdo es devorar tebeos (con ansiedad incluso), allá en mi lejana infancia; y retomar su lectura hace unos años por aquello de recuperar el tiempo perdido, por aquello de la crisis de los cuarenta, por lo que sea...
Cuando llegaban las vacaciones de verano mi madre me llevaba al mercadillo de mi pueblo. No es que me hiciera mucha gracia pasar toda la mañana entre puestos de ropa y zapatos, pero el sacrificio merecía la pena. Al principio del mercado estaba el puesto de los tebeos, y siempre conseguía de mi madre la posibilidad de comprarme algún “tiovivo” atrasado o un buen surtido de “mortadelos”. Curiosamente mi paseo duraba poco, ya que poco después de haberme agenciado una buena cantidad de mis revistas favoritas, declaraba mi urgente necesidad de volver a casa para tener un encuentro íntimo con el “señor Roca”. Nada de eso: mi objetivo (que siempre se cumplía) era arrellanarme cómodamente en una mecedora del patio de mi casa y evadirme con las travesuras de Zipi y Zape, los estropicios constantes de Sacarino, las chapuzas sin nombre de Pepe Gotera y Otilio, las neuras de Leovigilda y Hermenegilda, los casos de Sir Tim y su fiel Patson, las preocupaciones hogareñas de don Pío, las aventuras desérticas de Anacleto, las peripecias de La panda, los desaguisados informativos del repórter Tribulete, las rusticidades de Agamenón,, las maldades de doña Urraca, la inocencia de Gordito relleno, los cataclismos organizados por Mortadelo y Filemón , las andanzas “bachilleriles” de Benito Boniato, las hazañas del corsario de Hierro, la caballerosidad del sheriff King, y tantas y tantas otras historias que desfilaban ante mis ojos asombrados de niño.
Muchos años después, cuando ya casi me había olvidado de esa afición, este mundo que fue parte importante de los años iniciales de mi existencia me ayudó (todo hay que decirlo) incluso para sacarme un plaza como profesor de Secundaria. Habrá quien haya sudado la gota gorda delante de un tribunal de oposiciones, pero yo confieso que estuve muy relajado exponiendo el tema que me tocó en suerte, y que yo mismo había preparado con mimo: “Uso de la historieta gráfica en la enseñanza”. Ahora, cuando puedo, trato de iniciar a mis alumnos en el mundo del cómic y, junto a lecturas contemporáneas, me gusta rescatar aquellos viejos personajes de Raf, Ibáñez, Segura, Vázquez, Rovira, Cifré, Escobar, Peñarroya, Jorge, y muchos otros más, para mis clases.
La felicidad puede tener muchas caras, pero yo me quedo con mi patio andaluz, mi mecedora de lona y varios tebeos sobre mis rodillas imberbes, tebeos que nunca cansaban, que nunca aburrían, que fueron y siguen siendo parte de mi vida.
Gracias, maestros del lápiz, por haberme hecho soñar.
Jorge Coll Herbst, de Barcelona
Mis primeros recuerdos de Bruguera son de cuando iba a visitar a mis abuelos y veía allí un montón de tebeos: Pulgarcito, Tío Vivo, Mortadelo... En cuanto acabábamos de comer, me iba corriendo a leerme las historietas que aparecían publicadas allí de Escobar, Ibáñez, Conti, Cifré y todo el plantel de magníficos autores que había entre sus páginas.
Luego cayó en mis manos una de esas joyas que, como aficionado, conservo con más ilusión: el Pulgarcito 50º aniversario. Allí leí todo sobre la historia de la editorial que hacía esos tebeos, de sus autores, de todo lo que había detrás de aquellas revistas.
Disfruté mucho con el Gran Pulgarcito, el de finales de los sesenta y principios de los setenta, una revista que creo que marcó un antes y después. Las historias de Mortadelo y Filemón estaban mucho más curradas de lo habitual, eran aventuras más largas, también descubrí a otros personajes como Blueberry, al que me enganché y también personajes como Manolón, conductor de camión, o Flash fotógrafo, Don Polillo... un montón.
Más tarde, revolviendo por los armarios, en casa de mi tía, apareció toda una colección del Pulgarcito de los años 50. Estos eran todavía más antiguos que los que había en casa de mis abuelos. Con historietas en blanco y negro y un papel amarillento. Allí descubrí al Inspector Dan, las primeras historias de las Hermanas Gilda, de Vázquez, Don Furcio Buscabollos, el repórter Tribulete, Carpanta, Don Pancho... increíble la cantidad de viñetas que podían llegar a meterse en una sola hoja.
Luego, allá por los ochenta, descubrí otro de los personajes de Bruguera que, hasta la fecha, es el que más me gusta. Era Superlópez. Estaba acostumbrado a leer siempre Mortadelo y Filemón, pero Superlópez era algo distinto, era como un soplo de aire fresco, otro tipo de personaje, de situaciones, de aventuras. Se me hacía muy ameno. Me gustaba el universo de Superlópez y, además, conocía también algunos de los sitios por dónde transcurrían las aventuras, como la estación de Torta, que en realidad era la estación de metro de Horta. No sé, era algo distinto. Me parecieron geniales todos los álbumes, especialmente El señor de los chupetes, o Los cabecicubos. En clase, cuando llevaba un álbum de estos, desaparecían durante días y se lo iban pasando de compañero en compañero. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? En ese tiempo no había videojuegos ni Internet y los tebeos eran nuestro divertimento.
Y bueno, ¿qué es lo que puedo resumir de todo esto? Pues creo que con una sola palabra lo resumiría: nostalgia. Nostalgia por unas revistas que ya no se hacen, nostalgia por unas series y unos personajes que me tuvieron enganchado durante horas y horas y que me entretuvieron, que me divirtieron y de los que guardo un muy buen y grato recuerdo.
Estos son los ganadores:
-Jordi Martín Cubel, de Vilanova i la Geltrú (Barcelona)
En uno de mis armarios, debajo de la ropa de invierno, de bolsas de deporte y junto a una guitarra tengo 8 cajas de cartón.
Dentro de esas cajas, demasiado olvidados me digo a menudo, tengo el segundo mejor tesoro que guardo de mi infancia. Solo los que tienen mi edad son capaces de comprender el valor de tanto papel.
En el momento que me acerqué por primera vez a los Tebeos de Bruguera, a mí alrededor sucedían cosas que escapaban a mí entender.
Tendía a relacionar lo que veía con lo que leía, así que un guardia civil con tricornio entrando en el parlamento me recordaba al Súper de Mortadelo y Filemón en una de sus bravatas, a aquel presentador del telediario me recordaba al abuelo cebolleta, o que en aquel documental salía Facundo dando la vuelta al mundo.
Así fui creciendo, pasando cerca del kiosco y esperando que cayese aquel DDT, o aquel Mortadelo Especial, o aquel Tiovivo, o llevarme el gato al agua, o conseguir PetroMortadelos para más diversión, y más evasión.
No sé hasta que punto todos los personajes de los Tebeos influyeron en mi carácter, pero les debo a ellos parte de lo que soy: mi parte de gamberro, a la Pandilla y Zipi Zape, mi parte de curioso a Sir Tim O´Theo, mi parte de juerguista a Rigoberto Picaporte, mi parte de gafe a Anacleto, mi parte más sensible a la abuelita Paz, mi parte de aventurero a Luc Orient, mi parte de guerrero al Jabato, mi parte más heroica a Superlópez...
Sí, en 8 cajas de cartón guardo mi infancia, es la mejor herencia que puedo dejar, pues envejecen conmigo, envejezco con ellos, en este eterno diálogo para besugos que es vivir.
-Manuel A. Barea Collado, de Andújar (Jaén)
Cuando llega uno a cierta edad (los cuarenta y dos para ser más exactos) comienza a plantearse muchas cosas en la vida: sobre todo si el tiempo se ha invertido en algo útil o no. De las cosas más gratificantes que yo recuerdo es devorar tebeos (con ansiedad incluso), allá en mi lejana infancia; y retomar su lectura hace unos años por aquello de recuperar el tiempo perdido, por aquello de la crisis de los cuarenta, por lo que sea...
Cuando llegaban las vacaciones de verano mi madre me llevaba al mercadillo de mi pueblo. No es que me hiciera mucha gracia pasar toda la mañana entre puestos de ropa y zapatos, pero el sacrificio merecía la pena. Al principio del mercado estaba el puesto de los tebeos, y siempre conseguía de mi madre la posibilidad de comprarme algún “tiovivo” atrasado o un buen surtido de “mortadelos”. Curiosamente mi paseo duraba poco, ya que poco después de haberme agenciado una buena cantidad de mis revistas favoritas, declaraba mi urgente necesidad de volver a casa para tener un encuentro íntimo con el “señor Roca”. Nada de eso: mi objetivo (que siempre se cumplía) era arrellanarme cómodamente en una mecedora del patio de mi casa y evadirme con las travesuras de Zipi y Zape, los estropicios constantes de Sacarino, las chapuzas sin nombre de Pepe Gotera y Otilio, las neuras de Leovigilda y Hermenegilda, los casos de Sir Tim y su fiel Patson, las preocupaciones hogareñas de don Pío, las aventuras desérticas de Anacleto, las peripecias de La panda, los desaguisados informativos del repórter Tribulete, las rusticidades de Agamenón,, las maldades de doña Urraca, la inocencia de Gordito relleno, los cataclismos organizados por Mortadelo y Filemón , las andanzas “bachilleriles” de Benito Boniato, las hazañas del corsario de Hierro, la caballerosidad del sheriff King, y tantas y tantas otras historias que desfilaban ante mis ojos asombrados de niño.
Muchos años después, cuando ya casi me había olvidado de esa afición, este mundo que fue parte importante de los años iniciales de mi existencia me ayudó (todo hay que decirlo) incluso para sacarme un plaza como profesor de Secundaria. Habrá quien haya sudado la gota gorda delante de un tribunal de oposiciones, pero yo confieso que estuve muy relajado exponiendo el tema que me tocó en suerte, y que yo mismo había preparado con mimo: “Uso de la historieta gráfica en la enseñanza”. Ahora, cuando puedo, trato de iniciar a mis alumnos en el mundo del cómic y, junto a lecturas contemporáneas, me gusta rescatar aquellos viejos personajes de Raf, Ibáñez, Segura, Vázquez, Rovira, Cifré, Escobar, Peñarroya, Jorge, y muchos otros más, para mis clases.
La felicidad puede tener muchas caras, pero yo me quedo con mi patio andaluz, mi mecedora de lona y varios tebeos sobre mis rodillas imberbes, tebeos que nunca cansaban, que nunca aburrían, que fueron y siguen siendo parte de mi vida.
Gracias, maestros del lápiz, por haberme hecho soñar.
Jorge Coll Herbst, de Barcelona
Mis primeros recuerdos de Bruguera son de cuando iba a visitar a mis abuelos y veía allí un montón de tebeos: Pulgarcito, Tío Vivo, Mortadelo... En cuanto acabábamos de comer, me iba corriendo a leerme las historietas que aparecían publicadas allí de Escobar, Ibáñez, Conti, Cifré y todo el plantel de magníficos autores que había entre sus páginas.
Luego cayó en mis manos una de esas joyas que, como aficionado, conservo con más ilusión: el Pulgarcito 50º aniversario. Allí leí todo sobre la historia de la editorial que hacía esos tebeos, de sus autores, de todo lo que había detrás de aquellas revistas.
Disfruté mucho con el Gran Pulgarcito, el de finales de los sesenta y principios de los setenta, una revista que creo que marcó un antes y después. Las historias de Mortadelo y Filemón estaban mucho más curradas de lo habitual, eran aventuras más largas, también descubrí a otros personajes como Blueberry, al que me enganché y también personajes como Manolón, conductor de camión, o Flash fotógrafo, Don Polillo... un montón.
Más tarde, revolviendo por los armarios, en casa de mi tía, apareció toda una colección del Pulgarcito de los años 50. Estos eran todavía más antiguos que los que había en casa de mis abuelos. Con historietas en blanco y negro y un papel amarillento. Allí descubrí al Inspector Dan, las primeras historias de las Hermanas Gilda, de Vázquez, Don Furcio Buscabollos, el repórter Tribulete, Carpanta, Don Pancho... increíble la cantidad de viñetas que podían llegar a meterse en una sola hoja.
Luego, allá por los ochenta, descubrí otro de los personajes de Bruguera que, hasta la fecha, es el que más me gusta. Era Superlópez. Estaba acostumbrado a leer siempre Mortadelo y Filemón, pero Superlópez era algo distinto, era como un soplo de aire fresco, otro tipo de personaje, de situaciones, de aventuras. Se me hacía muy ameno. Me gustaba el universo de Superlópez y, además, conocía también algunos de los sitios por dónde transcurrían las aventuras, como la estación de Torta, que en realidad era la estación de metro de Horta. No sé, era algo distinto. Me parecieron geniales todos los álbumes, especialmente El señor de los chupetes, o Los cabecicubos. En clase, cuando llevaba un álbum de estos, desaparecían durante días y se lo iban pasando de compañero en compañero. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? En ese tiempo no había videojuegos ni Internet y los tebeos eran nuestro divertimento.
Y bueno, ¿qué es lo que puedo resumir de todo esto? Pues creo que con una sola palabra lo resumiría: nostalgia. Nostalgia por unas revistas que ya no se hacen, nostalgia por unas series y unos personajes que me tuvieron enganchado durante horas y horas y que me entretuvieron, que me divirtieron y de los que guardo un muy buen y grato recuerdo.
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